Época: Hiroshima L3
Inicio: Año 1942
Fin: Año 1945

Antecedente:
Tarawa

(C) Virginia Tovar Martín



Comentario

Cuando el día levantó sobre Tarawa, Shibasaki aún no se había ido a dormir. Toda la noche había estado estudiando sus posibilidades. Repasó mentalmente sus efectivos. Tenía pocos hombres, pero los que había valía cada uno, bien lo sabía él, por un samurai.
Eran los hombres de las SNLF (Fuerzas Navales Especiales de Desembarco), los marines del Imperio. La 3.ª Fuerza de Bases Especiales, aquí, en Betio, contaba con 1.122 hombres. Se la conocía también como la 6.ª SNLF Yokosuka, el nombre de la base naval.

Luego estaba la 7.ª SNLF Sasebo, con otros 1.497, más los 970 del 40.° Destacamento de Construcciones de la Armada y la 111.ª Unidad de Construcciones, con 1.247 trabajadores, coreanos en su mayoría.

Habían hecho un buen trabajo y, si tenían que luchar, morirían como japoneses. Los americanos iban a llegar en cualquier momento. No se trataba de presentimientos, sino de confirmaciones.

Los vuelos de reconocimiento habían aumentado cuatro veces más de lo habitual y todos los informes de la Armada coincidían en señalar la notoria frecuencia de las actividades aéreas y submarinas en la zona. A eso se sumaban los continuos ataques de aquellos Liberator de la 7.ª Fuerza Aérea durante todo el verano y principios de otoño. Pero desde el 13 de noviembre, los bombardeos habían sido extremos, incluso de noche, para mantenerles en tensión.

Estaba claro que venían. El cuándo ya no tenía importancia. En realidad, desde la incursión de comandos en la cercana isla de Makin, en agosto del 42, estaba claro que Tarawa no había pasado inadvertida para los americanos.

Él no hubiera hecho nunca una incursión como la de Makin. Cuando se ataca, se ataca para conquistar. Los setenta muertos que les costó aquella acometida insensata de los yanquis estaban más que amortizados ahora. Gracias a aquel aviso habían dispuesto de todo un año para fortificarse y, desde luego, lo habían hecho a conciencia.

Lo que más le preocupaba a Shibasaki era el desembarco en Bougainville del 1 de noviembre. Numerosos aparatos de los portaaviones con base en Truk se habían enviado desesperadamente al Sur para contener la avalancha.

Aquí faltaban todavía muchas armas y equipo. Últimamente casi no llegaba nada por culpa de los submarinos enemigos, y Shibasaki sabía que, después de Guadalcanal, Tojo podría decir lo que quisiera, pero la guerra ya no podría ganarse. Cuando menos, se podría llegar a un acuerdo con los americanos si vieran por sí mismos que, para recuperar todo lo que habían perdido, se necesitaban ríos de hombres y material. Y él estaba allí, en Tarawa, para hacérselo comprender.

Él mismo había dispuesto los planes de fuego cuidadosamente integrados de numerosas posiciones y blocaos. Se conocía de memoria cada emplazamiento, cada pozo de tirador. No había zonas muertas. Muchos asentamientos estaban amurallados por triples refuerzos de troncos de cocoteros y por encima, capa tras capa de bloques de coral. Los arrecifes, lástima de no disponer de más minas, estaban tachonados de tetraedros de hormigón y a lo largo de las playas, para canalizar a las tropas asaltantes hacia los nidos de armas automáticas, había empalizadas de alambre de espino estratégicamente situadas.

Contaba con siete carros ligeros, muy pocos, es verdad, pero tenía 45 piezas de artillería, con calibres desde el 203 mm al 75 mm, incluyendo los buenos cañones ingleses de 8 pulgadas, y había más de 150 ametralladoras.

Muy lejos aún de allí, los marines de Smith, luego de haber efectuado ejercicios con fuego real en Efate, salían ese mismo 13 de noviembre rumbo a su destino final. El 17, los buques de la Fuerza de Ataque Meridional (Task Force 52) se encontraron con los de Turner, procedentes de Hawai.

Los pesados LST de transporte de carros, en cabeza del gran convoy, fueron avistados al día siguiente por un avión japonés de patrulla. Shibasaki tenía ya la seguridad. Pero lo que más temían los americanos, un ataque en masa de aparatos desde Truk, no se produjo. Los aviones japoneses estaban en el fondo del mar de las Salomón y las Bismarck: Shibasaki sólo contaba ya con sus samurais.

"Que Dios os bendiga a todos". Así terminaba la arenga de Turner leída el día D menos uno por todos los altavoces de los buques. Nadie le dio mucha importancia, pero iba a servir de oración fúnebre para cientos de ellos.

El 20 de noviembre, la luna salió poco después de la una, y los transportes se deslizaron lentos, junto con destructores y dragaminas, hasta situarse en sus posiciones. La baja silueta del atolón se recortaba contra el horizonte cuando los navíos se pusieron a la capa a las 3.55, e inmediatamente comenzaron a descargar los infantes de Marina del Grupo de Combate 2, en una zona situada frente a la entrada de la albufera, a unas seis millas de las playas elegidas, codificadas Red 1, 2 y 3 y Green Beach.

Pese a los informes recabados de los antiguos pobladores británicos de Tarawa, a las regulares y temerarias incursiones del submarino Nautilus y de las constantes observaciones fotográficas (19), la verdad es que no se tenía seguridad alguna en cuanto a la periodicidad y volumen de las mareas.

Esto era decisivo, ya que un LVT cargado calaba más de un metro y, cuando mucho, con la marea alta, apenas llegaba el agua a cubrir los dos metros por encima del arrecife. Y éste se extendía como pantalla protectora hasta casi 1.000 metros en algunos puntos. Esta inseguridad se demostraría imperdonable y fatal.

A las 5.07 del 21 de noviembre, las baterías de costa japonesas abrieron fuego. Las grandes columnas de agua centraron sorpresivamente los transportes. Pero en el acto, toda la fila de buques de apoyo (tres acorazados, seis cruceros y nueve destructores), encabezados por los cañones de 16 pulgadas del Maryland, devolvió una masiva y demoledora andanada sobre el objetivo, que desapareció entre un torbellino de humo y de explosiones. A la quinta salva del Maryland, un enorme hongo de humo negro centelleado de fuego apareció en tierra al ser alcanzada y volada una de las baterías enemigas.

Aunque las densas formaciones aéreas no fueron puntuales y su acción poco efectiva, el efecto fue psicológicamente espectacular. Había aún suficiente oscuridad y las líneas de trazadores culebreaban en el aire mientras los racimos de bombas azotaban con furia los palmerales ya destrozados.

Desde la flota de invasión se asistía tensa y admirativamente a la escena. Poco después se reemprendía, con mayor intensidad si cabe, el bombardeo naval. No parecía que nadie pudiera salir vivo de aquel infierno.

Los marines se pasaron la lengua por los labios resecos y miraron al cielo. Nuevas escuadrillas de Hellcat y Avenger cruzaron silbando sobre sus cabezas, y el humo se elevó más y más de la silueta aplastada del atolón.

Mientras el bombardeo naval se desplazaba al interior, buscando las zonas de reagrupamiento y los depósitos japoneses, la hora H, las 8.30, fue comprobada en miles de relojes. Los destructores y dragaminas (20) apoyaron hasta el límite de su calado el avance de las oleadas de asalto, y pese a ser tocados repetidas veces, contestaron al fuego de las baterías japonesas, reduciéndolas al silencio. La aviación volvió a intervenir, con mayor precisión esta vez, ametrallando y bombardeando las playas y asentamientos nipones.

Eran casi las nueve de la mañana. La pálida línea de la playa, humeante bajo los incendios, continuaba silenciosa. Los anfibios se aproximaron, cabeceando fuertemente en el oleaje.

De pronto, un rugido pasó sobre sus cabezas: proyectiles. Inmediatamente después, brutales surtidores de agua, sosteniendo en su cresta por unos instantes informes restos de carne y metal, se abrieron a derecha e izquierda. Numerosas baterías japonesas, hasta ese preciso momento encamadas, los tenían fijos en sus telémetros de tiro.

Vacilante ante una resistencia que creían eliminada, las LVT chocaban casi a continuación con los primeros contrafuertes del arrecife. El chirrido del metal al rajarse resonó lúgubremente en los cascos americanos. Había que saltar al agua y avanzar hacia aquella playa, distante entonces más de medio kilómetro.

Los hombres dudaron sólo unos segundos. Mejor salir que quedarse dentro de aquellos atascados ataúdes de acero. Todos pensaron que muchos morirían allí, pero que ellos podrían salvarse. Y avanzaron. Avanzaron entre los cuerpos de sus camaradas precedentes, avanzaron entre los cárdenos resplandores de las explosiones, el zarpazo de la metralla y las hileras chapoteantes de las ametralladoras que los encuadraban, avanzaron entre el miedo, el asco, el dolor y la desesperación de ser ellos a su vez los alcanzados.

Sin oficiales, heridos y desorientados, los supervivientes llegaron al gran espigón que dominaba la playa Red 2. Estaba ardiendo y allí vieron a los primeros japoneses muertos a tiros por la acción de los primeros infantes desembarcados en Betio, los Exploradores tiradores del teniente W. Hawkins.

Hawkins ya no estaba allí (21), pero sí más japoneses, atrincherados en su primera y segunda líneas. Sin armas pesadas, los marines iban siendo eliminados uno tras otro.

Buscando ansiosos débiles refugios en el muro costero y en los embudos del bombardeo, volvieron la cabeza para ver que las siguientes oleadas caían de nuevo en la trampa del arrecife y eran barridas por los artilleros y ametralladores enemigos. Sin embargo, algunos anfibios llegaban literalmente a rastras hasta la playa y más supervivientes y unos pocos morteros se instalaban en nuevas posiciones.

Aún se podía hacer algo. Algunos hombres empezaron a reaccionar (22) y sus gritos galvanizaron a los demás. La resistencia se convirtió en un ataque a la desesperada.

Hacia las diez horas, las bajas alcanzaban ya una proporción del 35 por 100 y había unidades con más del 50 por 100. El coronel Shoup, ayudante de Smith, decidió desembarcar a fin de poner orden en aquel caos.

Los mensajes, que le llegaban fragmentariamente, no dejaban lugar a dudas de la matanza que se estaba produciendo en Red 2: el mayor J. Schoettel del 3/2 (Nomenclatura usual norteamericana: 3.er batallón del 2.º regimiento) transmitía: "Estamos copados en Red 1". El mayor W. Kyle, del 1/2:" Fuego intenso. Muchas bajas". El mayor Crowe, del 2/8, en la ratonera de Red 3: "Tercera y cuarta oleadas prácticamente aniquiladas. Resistimos".

La llegada de algunos Sherman permitió mejorar la situación, pero pronto fueron cogidos por el fuego enemigo y, al intentar maniobrar, algunos cayeron en trampas y los demás fueron inutilizados por minas o averías. El desastre era tremendo, pero los marines no cejaban.

Comenzó una tarde interminable bajo el fuego enemigo. Las radios no funcionaban y los mensajes de petición de refuerzos o simplemente de auxilio llegaban a otros que estaban en igual situación o peor. El silencio era idéntico para todos. La flota había enmudecido también.

Alarmado ante los escasos informes y lo que intuía, Smith comenzó a organizar compañías de refuerzo a base de oficinistas, radios, cocineros, todo aquello que tuviese manos, ojos y pies. La reserva del 1/8 de Hall saltó a los lanchones. Sin contacto por radio, estos hombres se pasaron la tarde y la noche entera dando cabezadas contra el hambre y el mareo. A las 6.15 del día D más uno fueron enviados a las sangrientas playas.

La marea había bajado y el espectáculo era dantesco. Cientos de cuerpos estaban incrustados o flotaban entre un amasijo de anfibios destrozados y material inutilizado. El hedor era ya insoportable.

Los cañones japoneses abrían fuego denso y mortal. Los hombres de Hall sufrieron una hecatombe, pero lograron llegar a las playas. Para los supervivientes, la llegada de la oscuridad supuso un alivio irreal e inquietante.

La noche había sido una apuesta siempre al límite de las ametralladoras japonesas. Nadie podía levantar la cabeza. Pero los marines, agazapados y tensos en sus hoyos, habían aguardado inútilmente que se produjera lo peor; el temible contraataque japonés.

Shibasaki, gravemente herido o muerto en su búnker de mando (hoy presenta enormes desgarrones por los impactos de las granadas de 16 pulgadas), no podía dar órdenes a sus samurais. Aislados igual que los marines, los nipones apretaban los dientes tras sus posiciones, a la espera de que los yanquis se pusieran en pie. Y tuvieron que hacerlo.

Los marines se levantaron, y los que no habían muerto, murieron. Los que quedaron, emplearon hasta bulldozer para enterrar vivos a los japoneses en sus agujeros. Los obuses de Holmes y Rixley, penosamente desembarcados y con muchas bajas, apoyaban el avance.

Los hombres salieron de sus reducidos perímetros nocturnos -70 metros en algunos casos- y se lanzaron frente a los blocaos. Por las aspilleras introducían los lanzallamas, mientras los torpedos Bangalore taponaban todas las aberturas. Era lo que se conocía como la lámpara de soldar y el sacacorchos.

Entretanto, Kyle conseguía apoderarse de las pistas del aeródromo y Ryan lograba dominar la Playa Verde. Pero aún quedaban cientos de japoneses y docenas y docenas de reductos que neutralizar.

Durante el segundo día, la pugna prosiguió. Unos empeñados en avanzar y otros obcecados en resistir. El resultado era obvio, un amontonamiento de cadáveres en ambos bandos.